Nos conocimos cuando me vine a vivir a la isla. Ya antes nos habíamos cruzado. La tenía vista de lo de unos amigos y me parece que en alguna fiesta. Recuerdo haberle echado más de una mirada curiosa. La intuía. En esas oportunidades yo creo que ni me registró.
Ya en la isla, y seguramente por las opciones reducidas, la morocha se fijó en mi. Nos vimos en lo de José y Marita varias veces, también algunas noches en la casa del Doctor. Estaban buenos esos encuentros, la sentí mas cerca y me tiré el lance.
Ahora estamos juntos y muy bien, pero fue difícil, tuve que aprender y resultó buena maestra.
Me enseñó que yo puedo estar todo lo apurado que quiera pero que el otro tiene su tiempo y para generar un buen clima hay que saber esperarlo. Que hay que ir de lo chiquito a lo grande, que son las pequeñas cosas las que hacen posible ir por el calor de una relación, y claro, sin giladas, hay poco espacio para la inmadurez.
Si bien detecté rápidamente que Sol (así se llama) es bastante demandante, tardé más de lo debido en comprender que el exceso de atención agobia.
Me mostró que soy un tipo libre y puedo hacer lo que me venga en gana, pero que si me tomo el raje, cuando vuelvo las cosas se enfrían. De ahí aprendí que en algún sentido todos los días empezás de cero, no importa si venís haciendo un campañon, no acumulás mérito, es día con día.
Recuerdo una vez que me mandé una cagada grande, me hice el lindo con una flaca que nos acompañaba y vi con terror como podía lastimarme en público. - No juegues con fuego, me dijo. Y entendí todo. El que te quiere, te cela.
Sé que hay blancas, amarillas y hasta rojas, pero como la morocha no hay. Es de fierro y, si la cuido, siempre va a estar.
Para Sol de Mayo, mi salamandra.
Texto & Foto: Héctor Alonso
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