Tempranito vino Diego a sacarme de la tapera. Las milanesas de raya, las cervezas y los postres de la noche anterior fueron mágica receta para garantizar un sueño muy parecido al desmayo.
De todos los planes que tenía elegí ninguno. Más que nada por vagancia, dejarme llevar se presentó como la mejor opción. El río y los amigos garantizados, con eso alcanzaba.
“-Tenés que conocer a Taco”, sentenció Diego, y eso selló el plan de la jornada. Levantamos al Poio en su casa y fuimos a comprar algunas bebidas y cigarrillos para mí, una tarea que no fue sencilla en una ciudad que, o goza de muy buena salud, o esconde muy bien sus vicios.
Ya en la guardería náutica éramos cuatro, Romina, que llegaba en bici se sumaba al grupo. Un poco de nafta a la lancha y a navegar. Río abajo apostamos a un pescadito que no fue, navegamos con muy poca agua y bajo un sol que empezaba a hacerse sentir, fuimos encarando para lo de “Taco”.
Me dicen los chicos que estamos navegando el arroyo Lechiguanas y que la isla que estoy viendo es la isla Charigüe, que el arroyo debe su nombre a unas avispas productoras de miel, y que ya estamos llegando. Amarramos al lado de otra lancha y recién al desembarcar siento el alivio de un fresco reparador, es la silueta de Ramón que me tiende la mano y facilita la maniobra. El grandote me saluda con afecto y mientras me hace sombra caminamos al boliche.
En el quincho, almacén de ramos generales, el viejito estaba atendiendo a unos polis. Los milicos terminaron y se rajaron. En ese momento los chicos lo saludan y Romina nos presenta. El anciano me dice, “–Soy Taco”, me hace cómplice de una mirada picara hacia Romi y retoma, “-Mujeres y botellas son las dos cosas más bellas.” Todavía estoy disfrutando la frase y remata, “- Pero yo a la botella no le hago”, dejando muy claro su espíritu picaflor. Va del quincho al almacén, con maestría corta algún salame, un queso y un poco de pan. Trae unas cervezas, se arma la picada y comienzo a vivir en el mundo de “Taco”.
Noventa y un años tiene, nació acá. “–Mi mama era rusa y mi padre nutriero”, declara, haciendo una llamativa diferencia entre el origen de su madre y el oficio de su padre, que asumo, seria nativo de la zona.
Taco habla con poesía, ese es su lenguaje. La temática de la charla, y hasta a veces las simples palabras funcionan para él como un disparador de versos, estrofas o frases arrancadas sabia y oportunamente de las páginas de la gauchezca, del tango, y hasta de Cervantes o Quevedo. Les juro,la clava al ángulo. La hace tan bien que la poesía se hace central y así, entre poemas, uno se va enterando de su vida.
Al lado del almacén hay una casita con horno de leña. Un par de veces a la semana hace pan casero y una vez durante el mismo período de ese horno sale una pequeña producción de Pan Dulce que tranquilamente podría competir con el más famoso de todos. Su clientela es de lo más variada y han puesto un pie en este universo desde jueces y cónsules hasta el negro Olmedo.
Miro unas filas de sauces nuevos y Ramón comenta que lo ayudaron todos, que estuvo muy jodido en la última crecida, que Taco se quedó pero que zafó con lo justo. Me quedo pensando que el agua sabía hasta donde llegar, cuando no ir más allá, como preservar ese territorio.
La calandria y el zorzal vuelan sobre nuestras cabezas, se posan tranquilos, cantan y hasta entran al almacén. Allí, en la estantería frente al diminuto mostrador, la fotografía sepia de un prócer con uniforme de gala. Es Taco en el servicio militar, y cuando le pregunto recuerda esa época como la mejor de su vida. Sería la posibilidad de salir al mundo, la panza llena, las nuevas comodidades, la magra paga, el orgullo nacional? ¿Qué será?
Perderse en su poesía es inevitable. Escucharlo recitar transporta a otros tiempos, otros mundos. Su vida amorosa se va develando entre versos. Una paraguaya le robó el corazón, una brasilera lo hizo vibrar y sospecho el entrevero con una vecina con fama de colifa.
Los envases vacíos y la picada extinta anuncian que hay que partir, le pedimos la cuenta y agregamos unos pan dulces para llevar. Entre versos y el canto de un pepitero gris me despido de este adorable personaje. La tarde seguiría genial y la noche ni les cuento, pero, en algún sentido, el día estaba hecho.
Texto y Fotografía: Héctor Alonso
Edición Fotográfica: María Paula Pia