lunes, 30 de octubre de 2017

El Estante de Arriba

La foto de unos kayaks inuits, la peli de Gordon Brown, todas las “This is the sea”, “Expedición Atalntis”, “Paranada” y el cortometraje de “Rosario Rema”. Un modelo a escala de un kayak, unas  pelotitas para rehabilitación, tres luces de navegación de las que fabrica Aldo y un montón de DVDs del instructivo de canotaje que filmaron los chicos de la isla.

Esas son las cosas que desde siempre están en el estante de arriba de mi biblioteca. O eso creía.



Es tarde, cortaron la luz. Acá en la isla la luz eléctrica se corta a la 3 de la mañana, hay que regular el consumo de combustible y darle un descanso a los generadores. Un farolito para que nada termine y ahí está, o mejor dicho, ahí lo veo.

Todos esos objetos interceptando los rayos de luz y proyectando una única, total y sorprendente imagen en la pared. Sombras chinas con mensaje. Mucho para atribuirle a la casualidad. Mi propio “Holandés Errante” navegando mansamente con la proa hacia el mar. Un buque en mi pared.



Tanto río, tanto mar, tanto bote, tanta agua. La esencia de esas cosas se expresa y sale a jugar en la noche. La sorprendo y me sorprendo, soy cauteloso, no toco nada. Sacarle la vista es imposible. Me acomodo y la contemplo. Espero, y pronto estoy navegando en ese barco fantasma viviendo nuevas aventuras.
Se desvanece el juego en el alba y asisto al momento en el que cada objeto vuelve en sí para reclamar ser usado. 

El alma de las cosas, la materia con alma. Siempre pensé en ese concepto. Siempre intuí que los objetos tienen cierta energía asociada a su propósito final, algo que valida su existencia, un alma si se quiere.
Un viejo gurú decía “la pelotita quiere ir al hoyo, es su propósito,sos vos que la cagás".
Así pues, el hacha quiere cortar y la guitarra sonar, es feliz el remo en el agua y reclama el mate ser cebado.

Me gusta la idea animista, aquella que confiere a todos los seres, objetos y fenómenos naturales un principio vital. Me gusta por primitiva y por poética. Y mucho más me gusta ahora, que solo tengo que esperar a que corten la luz.

Texto y Fotografías: Héctor Alonso

sábado, 14 de octubre de 2017

La Camperita de Mastercard

Ya estaba en el río cuando todos fueron llegando. Si bien sabían que el tipo era  de la zona oeste, de alguna extraña manera, el sentimiento general era que mientras ellos ”iban al Delta” el, por otro lado, “era el Delta”.


Flaco, alto, pelilargo y con su gorrito de santero hindú, pintó aquellas tardes con los colores del río y una infinita cantidad de historias en las que la veracidad no era lo más importante.

Por ese entonces remaba en un Esquimo Expedition, un kayak corto y ancho que todos decían que era una batata y no caminaba nada, claro que después,  eran bien poquitos los se animaban a seguirle el ritmo.
Durante mucho tiempo fue como un capitán espontaneo, lo seguían, la mayoría porque descubría ese “mundo río” de su mano, los otros,  los que ya sabían, para no tener que discutir con él.

Hizo falta una sola olita, una sola en toda la jornada, chiquita, certera, oportunamente inoportuna y con malas intenciones. No resistió el embate la camperita de Mastercad. Al minuto el tipo estaba mojado y cagado de frío, era de noche y el Chaná arriba era más largo que cuando es largo.
El resto del grupo, que ni sabía dónde estaba, maldecía y en silencio se preguntaba hasta donde el pequeño accidente podía convertirse en un problema. Su destino en manos del flaco tembloroso que navegaba al frente.
Remaban sin tertulia, sus linternas apenas si aclaraban unos metros, cada tanto chequeaban el estado de su capitán y hacían algún chiste nervioso, apretado, como para no pensar. Sugerían parar sin saber donde, cambiar la pilcha o encender un fuego. El flaco, orgulloso, no acusaba el golpe, tiritaba, pero no se entregaba y decía que había que seguir. El resto, consciente de su nula autoridad, obedecía y no aflojaba la palada.
Lo que parecía una remada interminable comenzó a disiparse cuando  alcanzaron a ver las luces del Miní. Sin acordarlo verbalmente, como quien ve un oasis, apuraron el ritmo, cruzaron a las chapas y arrimaron a lo de Manolo.  El río estaba bajo, salir de los kayaks y portearlos no iba a ser fácil.



Fue ahí que el flaco claudicó. Seguramente con la tranquilidad de haber llegado, de haber traído a los otros, de saber que su sufrimiento terminaba. Lo ayudaron a bajar del bote y enseguida todos fueron para el dormi.
Entró temblando, eligió una cama, dejó a un lado el místico gorro y se acostó. El lastimoso elástico del colchón cedió hasta prácticamente tocar el suelo y dejó al flaco hundido en un pozo. Se tapó con todo lo que había y le indicó al resto que fuera yendo para el comedor, que él ya los alcanzaba.
Cenaron entre la decoración ecléctica del lugar. Se sacaron el hambre y el frio. Por ahí se acordaron que el flaco no había venido, encararon para el dormitorio y lo encontraron donde lo habían dejado. Decía que no tenía hambre, no importó, calentaron un guiso de lentejas y se lo dieron como a los chicos, cucharada a cucharada, en la boca.

Se levantó a la mañana nuevito, como si nada. Lo único que le dio para decir fue, -¡Que frío anoche!

Para Carlos "el Hippie" Lago, que con su luz nos marco este y muchos otros caminos.

Texto: Héctor Alonso
Fotos: Pablo Rosario / María Paula Pia.