martes, 22 de septiembre de 2020

Último en el Gambado


Eran tiempos sin redes y el agua lo había llamado.



Un llamado real, uno que no podía explicar claramente, libre de estímulos externos, visceral, y en apariencia, ausente de toda lógica.

Si no era miedo era respeto, pero claramente el agua no era su medio. Tampoco lo era el deporte, salvo un breve paso por el básquet, no se veía a sí mismo como un tipo “físico”, el asma y el cuidado que recibió por ella hasta su adolescencia habían vedado esa posibilidad. – No, que te va a dar fatiga era un credo. Y con todo eso encima, fue y se compro un diminuto kayak de plástico que se le antojaba como el compañero ideal de aventuras.

Se rajaba al mar cada vez que podía, aprendía solo o creía que sabía, tragaba agua y arena. Era feliz. Cuando esas escapadas a la costa empezaron a tener gusto a poco conoció el Tigre. Llevaba su kayakito en el techo del auto, lo bajaba en la rampa pública y salía a remar solo. Tenía una rutina de dos salidas entre semana, hacía sus pequeñas expediciones y muy rara vez se cruzaba con alguien. En una de esas extrañas ocasiones un fulano le dijo, - Hola flaco, ¿Te puedo hacer un comentario? , respondió, - Tenés el remo al revés… y tuvo su primera clase.

De a poco fue descubriendo la telaraña de ríos y arroyos de la primera sección, y un día, arribando el Antequera, se presentó ante sus ojos el Paraná de las Palmas. Apenas pudiendo procesar la catarata de emociones derivó, bien pegadito a la costa, hasta alcanzar la boca del Capitán. Ya con los pies en la rampa del Tigre respiraba proeza.

Por algún tiempo ese día fue el gran día, y cruzar el Paraná casi una obligación. Buscó y dio con un gringo que ofrecía una serie de experiencias en kayak. El tipo hacía salidas cortas, te alquilaba el bote, daba clases y hasta te ofrecía una travesía de 3 días por la segunda sección del delta. Tenía su base de operaciones en el arroyo Fulminante y administraba el emprendimiento junto a su compañera, una rubia cuarentona siempre lookeada que estaba bastante buena, lo sabía y lo explotaba. Luego de un par de salidas con ellos tenía fecha para la prometedora experiencia de 3 días.

Ese viaje le dio su primer cruce del Paraná y también su primera noche en  las islas. Remaba en silencio por el Aguaje del Durazno cuando supo que iba a querer más, que no iba a poder parar. Al volver, le compró al gringo el bote que le había alquilado, se hizo socio del Hispano y se sintió kayakista quizás por primera vez.

-Qué lindo botecito!... le dijo un tipo en la rampa y abrió la conversación. Ensimismado en las tareas de desembarco apenas si contestó. El otro, que no tenía ningún apuro, se presentó y le comento que salía a remar con amigos y que armaban travesías. Eso captó su atención y de alguna manera al terminar la charla había aceptado viajar hasta la isla Martín García el próximo fin de semana. Cuando finalmente vio el tamaño del desafío conoció la duda, pero como ya sabía, no iba a poder parar.

Esa noche, en la previa de la salida había casi una docena de tipos como él, o no exactamente como él. Estos lucían mayormente relajados, divertidos y hasta despreocupados, él, sin embargo, estaba en las antípodas de esos sentimientos. El tiempo que transcurrió entre la preparación del equipo y la bajada al agua fue un tiempo de descubrimiento.  Miraba a los demás como para saber qué hacer. Distintos personajes, distintos equipos y distintos botes, ninguno se veía tan lindo como el suyo. Lo que sí parecía claro es que todos llevaban menos cosas que él, entre sus petates intentaba acomodar catorce litros de agua. Necesitó de la ayuda de cuatro compañeros para bajar su kayak al río. Volvía a abrirse su mundo ya abierto.

El grupo entero empezó a remar, la consigna era navegar algo así como una hora para pernoctar en la casa que uno de los muchachos tenía en el arroyito que sale al San Antonio en frente de la Isla Victoria. Al amanecer, desde allí, directo hasta Martín García.

Prácticamente nunca había remado al lado de alguien, lo que entendía como un buen ritmo apenas si le alcanzaba para no perder al grupo de vista. Último en el Gambado, la noche se le llenó de preguntas.

El grito de “¡Vamo! ¡Vamo!” de Alberto, así se llamaba el personaje que lo había invitado,  estimulaba al grupo. Eso y los interminables consejos que iba recibiendo de quienes se acercaban a navegar a su lado fueron suficientes para finalizar esa mínima etapa hasta la casita isleña.

No pegó un ojo, la ansiedad ganó todas la batallas, era el primero listo para bajar al agua. Arrancaron al alba, se sintió bien, remaba lejos de los de la punta pero los veía. No le dolía nada y el cuerpo le respondía, claro, estaba la cuestión del ritmo. Cruzó por segunda vez en su vida el Paraná y se rindió por primera al mediodía de Los Bajos del Temor, a su calma y a su sol.

-Acá no dejamos a nadie, una frase de Alberto que en él tenía el peso de una póliza de seguro, se cayó a pedazos cuando dos muchachos que venían dando señales de agotamiento decidieron dar por finalizada su travesía allí mismo, en el modesto camping apenas arribada la boca del Arroyo Diablo. Cayó en la cuenta que ahora, sin lugar a dudas, era el más verde del equipo. No pregunto cuánto faltaba para no delatarse.

Agradeció la sombra del arroyo y remo como en trance, cuando finalmente vio al grupo detenido frente al Paraná Miní apuró la marcha cuanto pudo y en minutos estuvo con ellos. Sintió el cansancio y agradeció la parada técnica.

Los muchachos estaban enteros o eso le parecía. Su humor y actitud no había variado en nada a la de la noche anterior, salvo algunas conversaciones técnicas de cierta seriedad, todo era chiste y diversión. A él, por otra parte, le costaba manejar sus emociones, una mezcla de ansiedad con alegría, miedo y cansancio, y todo, en altas dosis. Miraba el rio abierto y como corresponde a todo buen ateo pensaba, ¡Dios mío!

Nunca nada le había sido más difícil. Esa remontada del Rio de la Plata en busca del canal Petrel, allá, al norte de las islas Oyarvide fue demoledora. Le costaba avanzar, sentía que el bote pesaba el doble, la corriente en contra se llevaba sus ya mermadas energías. La distancia con el grupo de la punta era cada vez mayor. Ni bien lograba aproximarse un poco, producto de alguna parada que ocasionalmente hicieran, los muchachos retomaban el ritmo y su frustración alcanzaba entonces puntos límites. Sentía que esa arribada no iba a tener fin. Fue presa del cansancio, perdió la capacidad de disfrute y aún así, supo que no iba a poder parar.

Oportuno, como un antídoto a su desazón, se le acercó un grandote rubio todo tatuado con pinta de alemán que navegaba en un bote amarillo. Se puso a la par y arranco una charla que alternaba presentación con chistes y cada tanto, algún disimulado consejo. Pasaron el tiempo y los kilómetros. En el paquete motivacional que el tipo traía estaba incluido tomarse unas birras debajo de la ducha una vez en el camping de Martín García. Con seguridad el premio era más para él, pero sin dudas cumplió su secreto cometido. A la par con ese  vikingo, que venía regulando, llegó al Canal Petrel.

El Rio de la Plata se le reveló infinito y la isla apenas como una lejana masa verde oscura allá al sudeste. Encaró el cruce, ahora con su inseparable compañero nórdico. Las olas le traían recuerdos del mar, concentrado en no volcar y controlar el rumbo dejaba atrás los corderos uno tras otro. Durante una buena parte de la navegación sintió la isla al garete,  ya no buscaba al resto del grupo, con los ojos clavados en el objetivo entregaba lo último de su esfuerzo.

Cuando los árboles fueron árboles supo que iba a llegar. Remó mecánicamente, sus músculos repetían el loop infinito. Su cabeza volaba entre ese y otros tiempos, entre ese y otros lugares. Recordó las vacaciones en  familia junto al mar, las primeras brazadas en el río Gualeguaychú, las zambullidas en la pileta de Castelar y los días del crucerito del viejo. Recordó también aquel llamado aunque ya no le pareció tan inexplicable, ahora, tenía sentido.

Cuando las hojas fueron hojas todos los “¡vos no podes!” se esfumaron al instante. Desembarcó, se abrazó con todo el grupo y se sintió otro tipo. Al rato, mientras el agua se llevaba la experiencia de la piel  y la preparaba para mas, ahí mismo, bajo la ducha, se tomaba una cerveza.  Ahora no quería parar.

Texto & Foto: Héctor Alonso

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